19 octubre, 2005

La Pupila Azul (Parte 2)

Se incorporó y miró a su alrededor, tenía sed. En una esquina de la plaza había una máquina de bebidas. Perfecto. No tenía dinero, pero eso no era problema. Sólo debía asegurarse de que no había nadie en la calle que pudiera verla. Sonriendo, alzó su mano derecha y se concentró. Se levantó una suave brisa que hizo que sus cabellos negros se balancearan en la oscuridad. Sus ojos parpadearon dos o tres veces violentamente, y un destello azul brillante se reflejó en sus pupilas durante un momento; luego, desapareció. “¡Plic!”, algo metálico había golpeado en su mano. Abrió el bote de refresco y bebió con ansia.
No lograba recordar cuando fue la primera vez que movió algo con la mente. Quizás tuviera cinco o seis años. Sin embargo recordaba perfectamente cómo ocurrió. No, no le gustaba pensar en ello. Aquel día... Sí, fue aquel día de otoño, al atardecer. Recordaba que el sol ya estaba desapareciendo en el horizonte de la pequeña ciudad, cuando ella salió a la calle; y que soplaba un viento desapacible, moviendo las hojas secas que se esparcían sobre la acera. Sus padres no se habían enterado de que se había ido, de lo contrario, no la hubieran dejado. La vigilaban casi constantemente, creyendo que ella no se daba cuenta. Pero le gustaba estar sola, y aprovechaba cualquier oportunidad para escaparse de su vista. Sus padres se habían distanciado de ella hacía tiempo. Quizás era porque no sabían tratarla. Ellos habrían querido tener una niña normal, con la que pudieran jugar a cosas estúpidas, y a la que pudieran contar cuentos increíbles sobre papá Noel y Caperucita Roja. Pero no había sido así. Celeste era una niña reservada y distante, y su madre dijo un día que quizás fuera autista. Había leído en una revista que los autistas solían ser muy inteligentes, pero distantes de la realidad. Desde entonces, si hablaba con ella, lo hacía repitiéndole las cosas muy despacio, como si ella no pudiera comprender de otra manera. La niña la miraba de manera inexpresiva, sin entender su extraño comportamiento. Su padre siempre estaba trabajando, y cuando llegaba a casa no tenía tiempo para ella. Siempre le daba un beso de buenas noches, y le acariciaba la cabeza como si se tratara de un animalillo indefenso. Una noche les oyó discutir. Su madre hablaba de llevarla a un “especialista”, mientras que su padre decía que aún era muy pequeña para eso, que ya cambiaría con la edad. La riña acabó de repente. Sus discusiones siempre terminaban igual, nunca solucionaban nada. Pero su madre no descartaba la enfermedad, y la observaba en todo momento, como esperando que hiciera algo propio de una demente, y ella misma se delatara. A veces no podía soportar su mirada inquisitiva, y al menor descuido desaparecía de su vista.

No hay comentarios: